domingo, 3 de marzo de 2013

Capítulo 17

Nuestros planes nunca salen bien, pienso mientras corremos por detrás de una especie de carritos de golf, ocultándome de los guardias. El resto del equipo tendría que estar haciendo lo mismo pero por otros caminos.
Continuamos sin incidentes hasta que llegamos a la puerta del ascensor, donde por fin ocurre lo que nos habíamos temido. Uno de los guardias nos ve y a pesar de mi tiro certero que lo silencia para siempre otros se dan cuenta y comienzan a dispararnos. Iris y yo ya estamos en las puertas del ascensor y desde allí hacemos lo que podemos para defendernos. Solo otra pareja consigue alcanzar el ascensor antes de que nos veamos obligados a presionar el botón.
El ascensor se cierra súbitamente y durante el corto pero veloz ascenso a penas nos da tiempo de recuperar el aliento antes de salir al exterior. Como dijeron mis clones nos encontramos en una pequeña cabaña de madera en la que curiosamente no hay vigilancia.
Salimos subrepticiamente al exterior y nos encontramos con un curioso panorama. De la cabaña parten tres caminos diferentes que están separados por anchas y frondosas franjas de bosque. Sigue sin haber vigilancia, lo que nos sorprende bastante. Elegimos un camino al azar y corremos por él para intentar alejarnos lo más posible de la que ha sido nuestra prisión durante meses.
Menos mal que es de noche, lo que nos facilita enormemente la huida, porque si no nos habría descubierto una de las numerosas patrullas que hay por el bosque. Al final, y para más seguridad, decidimos internarnos por un sendero que se dirige hacia lo que parece el centro del bosque. Hacemos bien porque al poco de perder de vista el sendero que habíamos estado siguiendo, empieza a amanecer.
El lugar por el que circulamos ahora, más que un sendero es una pista de animales abierta por el paso frecuente de bestias. Por las huellas que se ven, es relativamente frecuentado y debe conducir hacia alguna fuente de agua porque a cada paso el suelo está más húmedo. Por tanto decidimos seguirlo hasta el final para ver si podemos rellenar nuestras menguadas cantimploras. Al final resulta que la fuente de agua era un ancho pero poco profundo riachuelo con el que pudimos hasta bañarnos y lavar la ropa, que debía de oler fatal.
Al anochecer reanudamos la marcha y así fueron nuestros días durante tres jornadas seguidas. Pero el tercer día pasa algo, algo que cambia nuestros planes de una manera que no habíamos planeado.
La tercera noche acampamos en un claro donde nos atrevimos a hacer una fogata, pequeña, pero que servía para poder comer algo cocinado, por una vez, y no una conserva. Ese día habíamos conseguido cazar un par de conejos y los estábamos preparando cuando Iris y yo nos dimos cuenta de que nos habíamos quedado solos.
De repente un silencio súbito y absoluto se cernió sobre el claro. No se oía ni el crepitar del fuego. Nosotros nos levantamos en silencio y cogimos nuestras armas, dispuesto a enfrentarnos a lo que fuera que estuviera fuera del círculo de luz.
Notamos multitud de ojos clavados en nosotros, estudiándonos, evaluándonos, midiéndonos; esperando el momento preciso para atacarnos. Nosotros, para eliminar la ventaja que les da la luz de la fogata, echamos arena sobre ella. Nos quedamos a oscuras pero hay luna llena, así que en cuanto nuestras vistas se acostumbran al cambio de luz, podemos ver por primera vez el aterrador espectáculo que hay a nuestro alrededor. Estamos rodeados por varios guardias que portan sus sempiternas armas, pero que además sujetan a unos perros. Pero no son perros normales, me llegan casi hasta la cintura y tienen una potente musculatura que se les marca bajo el corto pelaje. Sus colmillos relucen a la luz de la luna. Una gota de saliba resbala por uno de esos enormes colmillos y cuando va a caer, hay un momento en el que toda la luz de la luna queda atrapada en el interior de esa única gota. Me quedo embobado mirándolo, sorprendido de que pueda haber tal belleza en un momento de tanta violencia contenida.
Vuelvo en mí mismo y salto hacia mi contrincante más cercano mientras Iris comienza a disparar. Consigo abatir a dos perros antes de que si quiera consigan reaccionar. En este momento esas bestias enormes son mi prioridad y voy danzando entre ellas con mis cuchillos reflejando la fría luz de la luna en las manos. Uno de los canes me consigue esquivar antes de que lo alcance pero no tarda en seguir el camino de sus compañeros. Solo queda uno, el más grande. Iris se está encargando de los guardias mientras yo elimino a los animales. Me encaro con él y nos miramos a los ojos. Son amarillos, como los de un lobo, y brillan con una luz asesina, henchida de rabia.
Se lanza hacia mí pero me agacho y le doy un tajo en el vientre aunque él no parece notarlos. Simplemente se revuelve con gran agilidad y se gira hacia mí. Nada más tocar el suelo, voy yo hacia él y le lanzo uno de mis cuchillos, que se le clava en un hombro aunque eso no hace más que enfurecerlos. Con un solo cuchillo no voy a poder ganarlo, así que le lanzo el otro que se pierde entre la maleza y saco mi espada. Con ella la pelea toma un nuevo rumbo. Con este arma tengo más alcance que él, así que pronto la balanza se decanta a mi favor. Hasta que de un mordisco me arranca la espada de las manos, mellando ese filo capaz de cortar una cadena metálica. Saco mis pistolas, a las que les quedan pocas balas, y disparo a su cara a escasos metros de distancia. Gruñe y se derrumba. Termino de descargar el cargador en su cabeza.
Busco a Iris con la mirada. Está detrás mío, jadeando, y me tiende lo que parece ser mi espada aunque totalmente reparada. Ella, leyendo el rumbo de mis pensamientos, niega y señala uno de los cadáveres de los guardias. Asiento y buscamos a los acompañantes que perdimos. Los encontramos muertos, a pocos metros de nuestro improvisado campamento. Recogemos en silencio las cosas que creemos necesarias y echamos a correr.
Esa noche no paramos más.

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